Daniel Pintó Casas

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Héroes conceden autoridad e idiotas se visten de autoridad

Esta es una historia, una anécdota, como tantas otras que me enseñan a diferenciar a los héroes de los idiotas. Qué idiotas se visten de autoridad es demasiado difícil de decir, pues un idiota sólo es tal cuando hace una idiotez, luego, ese mismo idiota, puede resultar un héroe cuando hace una heroicidad, es así de sencillo y complejo a la vez: todos somos posibles idiotas y posibles héroes, dependiendo de una sola cosa ¿te dominan las circunstancias? harás una idiotez ¿dominas las circunstancias? harás una heroicidad.

Como buen admirador de la parte positiva de Camilo José Cela, utilizo el idioma con propiedad y digo los apelativos correspondientes, tras o pre demostración, pero nunca como insulto ni con ánimo de ofender; acaso no es el ofendido por una idiotez el que califica de idiota al ofensor o vamos a seguir con las chorraditas propias de infantes que confunden violencia con violación -cosa que se podría catalogar de idiotez, tal confusión garrafal e intolerable, pero que es tan manida por los crápulas con intención de aumentar la confusión…, como otrora hizo la inquisición con tantos otros conceptos, con el objetivo de desviar la atención y poner en práctica verdaderas aberraciones.

Vamos a asumir que no todo el mundo es capaz de entender las cosas en toda su complejidad y extensión, que es mucha, pero todos somos capaces de entender ciertas cosas, como por ejemplo que si vas a increpar a alguien, más si eres parte de los cuerpos de seguridad, has de saludar y despedirte, excepto por causas de fuerza mayor o si es para pedir la hora.

Un lugar para observarEn este caso, mi desprecio va dirigido a un acto de mayor calado, pero la historia empieza así:

Vengo de tocar en el metro de Arco de Triunfo -como muchos sabréis ya, toco guitarra clásica en el subsuelo de Barcelona-, como de costumbre, voy paseando hasta que encuentro un sitio libre (en el que no tengan puesto el hilo musical, cosa cada vez más difícil), con lo que muchas veces topo con otros músicos y en esta ocasión, de ruta por los laberínticos pasillos subterráneos, pasé por Paseo de GraciaUn lugar de paso, un sitio muy demandado por su larguísimo pasillo y que siempre suele estar ocupado. Resulta que había un chico que estaba tocando algo de rock con su guitarra, Niko se llama, y muy bien por cierto cantaba y tocaba; en esas que me voy acercando y veo a un tipo a su lado increpándole e incluso llegó a ponerle las manos en la guitarra y violentaba el ambiente, desde luego, poco dinero le iban a echar en esa situación, pues el tipo, Uruguayo nos dijo que era, estaba bastante borracho e iba increpando al músico con incoherencias, exigencias y hasta gritos -en un vano intento de emular algún cantante que había marcado su concepción de la música y la expresión-, que no hacían otra cosa que molestar a los transeuntes y al propio músico, el cual veía cada vez más apurado, así que decidí pararme a su lado con la intención de ayudar en lo posible al compañero (aunque no lo conocía aún); me presenté, nos saludamos, y tras unas preguntas amables a Pablo, el Uruguayo, y responder a la solicitud de unos abrazos, pudimos hacerle entender que estaba boicoteando la actuación y que Niko no era una gramola. Se fue finalmente y Niko pudo seguir con su recital. Una situación bastante común si decides tocar un sábado por la noche en el metro… aunque en ese momento eran las 20h y poco más.

Seguí mi búsqueda con mi habitual calma, hasta encontrar un sitio libre, en Arco de Triunfo. Como el punto de músico en esta parada está mal situado, fui a ponerme en la salida, por donde pasa la mayoría de gente. Había un indigente pidiendo en la esquina de la salida de metro, así que le pregunté si le importaba que me pusiera a tocar ahí, me dijo que no, insistí en si le molestaba la competencia, pero no, no le molestó, me comentó que eran dos y hacían turnos de una hora todas las noches de los sábados. Estuve tocando hasta que se me acabó la batería. La primera persona en dejar una moneda fue una empleada del metro que acababa su turno y me obsequió con 50 céntimos y una maravillosa sonrisa de gratitud.

Cuando dejé de tocar, uno de los indigentes me invitó a un té y como no había comido aún, me dio medio bocadillo -justo hacía un rato unos chicos pasaron y les dieron dos bocadillos y algo para beber-, así que me solventó y me quedé con ellos a charlar sobre diversos temas y a escuchar un poco de la vida de GiamPiero mientras liaba un cigarro de colillas que había ido recogiendo y guardaba en una cajetilla. En estas, que mientras estamos ahí tomando un té, se acercan 6 urbanos con aires de superioridad, sin exagerar, con las manos en el cinto y paso de aquél que te perdona la vida en su expresión de asco -hay que decir, en honor a la verdad, que sólo dos de ellos tenían esa desagradable mueca en sus rostros, los demás tenían una expresión anodina-, todos al mismo paso, lento y arrogante. Se acercaron a Giampiero y sin saludar siquiera con la mirada, dice uno desde esa expresión propia del que acaba de comer mierda:

-Eso qué es– señalando el cigarro liado que justo acababa de terminar Giampiero, y este le responde anonadado – Un cigarro hecho de colillas.

Anécdotas verídicasEl guardia urbano le mira con desdén y le vuelve a preguntar lo mismo, cosa que hizo que Giampiero le entregara el cigarro liado para que el mismo agente lo comprobara prendiéndolo él mismo por si cabía duda alguna al tiempo que le mostraba la cajetilla de colillas, todavía abierta sobre el carrito de la compra lleno de los enseres de Avi y Giampiero, que a sus 51 y 46 años respectivamente acumulaban en apenas dos metros cuadrados. Los 6 urbanos fijaron su mirada en el mogollón de colillas como el que no se cree lo que está viendo y volvió a preguntar el urbano con expresión de incredulidad que esto qué es, se miraron entre ellos mientras el urbano que sostenía el cuerpo del delito lo analizaba a un metro de la cara, como si por fuera, a través de la vista, por las apariencias, pudiese distinguirse un cigarro liado con colillas de un porro, que era sin duda lo que estaban esperando encontrar. Volvió a preguntar:

-Esto qué es –a lo que respondí mirando al urbano con expresión más humana- No busquéis que no hay nada.

Se fueron como habían llegado, sin mediar palabra y con mirada de desprecio por la libertad, esa en la que todos aparecemos como delincuentes. Acto seguido se pusieron en la esquina a cinco metros y comenzaron a parar a todos los jóvenes que iban a entrar al metro y llevaban rastas, indumentarias tribales o, simplemente, a los que no iban de pitiminí. No se les veía desde donde estábamos.

Al cabo de un rato me fui a coger el metro de nuevo para volver a casa y en el vestíbulo me crucé con un grupo de 8 o 9 jóvenes de unos 18 o 20 años que estaban escuchando al compañero que lucía rastas, con la cabeza rapada y unas rastas largas en función de greñas, estaba haciendo un gesto de ahorcarse con su propio pelo y decía exactamente, extasiado por la emoción del momento:

-Me dice el tío que «si yo fuera tu padre, te cogía así y te ahorcaba». Están zumbados!

No pude más que parar y preguntar:

¿Quién te ha dicho eso?

-Uno de los urbanos que nos han parado ahí arriba.

-Están zumbados! – corroboré y todos reímos de la idiotez vestida de autoridad.

Remedios contra la idiotez